Por: Julio de Jesús Ramos García
La visita de Donald Trump a Arabia Saudita los pasados 13 y 14 de mayo no fue solo un espectáculo político, fue un mensaje en clave a las élites globales: el viejo eje del poder está mutando, y las nuevas alianzas no pasan por la diplomacia tradicional, sino por pactos entre populismo, capital tecnológico y riqueza fósil.
Como dato apreciables lectores, Trump, en plena campaña para regresar a la Casa Blanca en 2025, no fue a buscar votos en Wisconsin o Pensilvania. Fue a Riad, a reunirse con el príncipe heredero Mohammed bin Salman, a pasearse por foros privados de inversión y según reportes no confirmados pero persistentes a intermediar discretamente entre fondos soberanos sauditas y ciertos nombres rutilantes del mundo tech. El viaje, cuidadosamente coreografiado, fue más Silicon Valley que Foggy Bottom.
¿Por qué importa esto? Porque estamos presenciando la consolidación de un triángulo de poder peligroso: el populismo nacionalista de figuras como Trump, los “tech bros” que juegan a rediseñar la civilización desde sus startups, y los petrodólares que buscan reinventarse antes del declive definitivo del petróleo.
Arabia Saudita, con su Public Investment Fund (PIF), ha invertido miles de millones en inteligencia artificial, infraestructura digital, biotecnología y automatización. Estos no son caprichos. Son apuestas estratégicas para controlar los sectores que definirán el siglo XXI. Mientras tanto, los gigantes tecnológicos de EE. UU. de Musk a Altman, pasando por Thiel y otros menos visibles pero igual de influyentes ven en estos fondos no solo una fuente de financiamiento, sino una vía para escapar de la regulación occidental y la presión democrática.
Y Trump, con su carisma autoritario, su desprecio por las instituciones y su habilidad para convertir la política exterior en negocio familiar (recordemos que Jared Kushner sigue gestionando capital saudita), vuelve a ser el mediador ideal. Es el lubricante ideológico que permite que estos mundos se conecten: el del poder absoluto de los petrodólares, la disrupción sin límites de los tech bros Elon Musk (CEO de Tesla y SpaceX), Sam Altman (CEO de OpenAI), Larry Fink (CEO de BlackRock) y Andy Jassy (CEO de Amazon) y el nacionalismo de cartón piedra que seduce a millones.
Por cierto apreciables lectores otro dato del pasado al respecto, en mayo de 2017, Donald Trump eligió Arabia Saudita como su primer destino internacional como presidente de Estados Unidos. No fue París, Londres o Berlín. Fue Riad. En ese viaje se cerraron acuerdos militares por más de 100 mil millones de dólares, pero lo más significativo fue el mensaje: el poder ya no se mide solo en votos o valores democráticos, sino en petróleo, datos y capital.
Desde entonces, una nueva alianza informal ha venido tomando forma. A un lado, los petrodólares sauditas buscando diversificar una economía que sabe que el petróleo tiene fecha de caducidad. Al otro, una élite tecnológica en Silicon Valley los llamados tech bros con sed de financiamiento casi ilimitado y ambiciones geopolíticas que ya superan las fronteras de lo empresarial. Y en medio, Donald Trump, maestro del espectáculo político y hábil tejedor de relaciones transaccionales, sirviendo de puente entre ambos mundos.
Mientras los votantes debaten sobre inflación, migración o TikTok, en Riad se discuten alianzas que determinarán el futuro de la inteligencia artificial, la vigilancia global y la estructura misma del poder económico. Y si seguimos dejando que populistas, tecnólogos sin escrúpulos y autócratas decidan nuestro futuro en cumbres privadas sin rendición de cuentas, no será la democracia la que gobierne el siglo XXI, sino un club de millonarios con ambiciones imperiales.
¿Quién decide los límites de la inteligencia artificial? ¿Quién regula los datos, las redes, las armas del futuro? Si las decisiones se toman en salas privadas en Riad o en yates en el Mediterráneo, lejos del escrutinio público, la democracia se convierte en un espectador más.